5 mar 2018

(In)Vulnerable

Vista 1

-¡Ahora sí, hijos de la chingada! -el grito me sale con bastante naturalidad y causa el efecto que necesitaba, ya todos me miran desde la tercera palabra- Rápido, todos los celulares, ¡pero ya!

A veces me sorprende lo fácil que es esto. Subes, esperas el momento, gritas, amenazas, tomas las cosas, vuelves a amenazar, huyes y listo, ya tienes una buena ganancia en menos de cinco minutos. Un teléfono puede significar desde cien hasta unos cuantos miles de pesos, según el modelo que traigan, y siempre traen alguno bueno. Recuerdo que otros compas preferían el dinero hace unos años, pero ahora el negocio son los teléfonos, todos tienen uno, no hay falla con eso. Es cosa buscar un buen vendedor para deshacerse de la mercancía y listo, todos ganamos. El dinero es como un bono, ya no interesan las carteras y las bolsas, en realidad. Con eso de las tarjetas de crédito y débito, que hay muchos como yo "trabajando" estas rutas, pues ya no sale tanto, sólo unas cuantas monedas y uno que otro billete. Pero los teléfonos, esos siempre son apuesta segura.

-¡Rápido, los celulares! -el señor a mi derecha sigue desconcertado, pero tiene su teléfono en la mano, así que no le quedan muchas opciones. Me lo entrega con esa cara de estúpido que siempre suelen poner cuando les miro a los ojos, y también como todos, baja la mirada evitándome- Tú también, no te hagas. ¡Las carteras, órale!

Paso mi mochila enfrente de ellos. De derecha a izquierda los voy ubicando: un señor cuarentón, de esos gordos que pudieron ser de mis valedores, pero prefirió sufrir chambeando; una señora que debe andar en sus cincuentas, asustadiza como me convienen; una chica, no muy guapa pero que igual sí le daba; un tipo que parece que no aguanta el frío y viene cubierto casi hasta la cabeza con bufanda y todo; otra chica, seguro estudiante y también asustadiza; un tipo que de apariencia podría ser amenaza, calvo y de barba algo larga, pero que igual tengo controlado con los gritos; otros dos tipos más jóvenes, uno parece que va a echar cascarita o a la escuela, y el otro parece un trabajador más, la versión joven del primer señor; y el chofer, que no sabe si acelerar o frenar, pero ya lo iré dirigiendo. Ninguno de los pasajeros en esta combi parece tener ganas de hacerse el héroe, así que podré salir tranquilo.

-Tú, no te pares cabrón, vete lento y tranquilo. -tengo que ir jalando las riendas, no se vaya a alocar- Y ustedes, ¡rápido, los celulares! -el interior de mi mochila aún se ve vacío, distingo unos cinco teléfonos y eran... ¿cuántos pasajeros?- Faltan. Tú, tu celular- la segunda chica aún tiene el suyo en la mano, no sabe si entregarlo- Pásamelo, ¡ya! 

-Disculpa... -el barbón a su derecha está asustado, pero me ayuda un poco y me evita levantarme del asiento al quitarle el teléfono a la chica y echarlo en mi mochila. En otro caso, igual y le agradecía.

Ya son siete teléfonos, sólo falta uno... y es de ese tipo del otro lado de la combi. Ahora que lo pienso, no se ha movido para nada, sigue con las manos cruzadas, mirándome, cubierto con su bufanda. ¿Por qué soy yo el que no le sostiene la mirada? ¡Debería ser al revés! Tal vez está asustado... Pero no, esa mirada no es de miedo, ni siquiera es de enojo, parece que me está estudiando... Comos sea, no debo ponerme nervioso, ya llevo siete teléfonos de ocho, y dos carteras. No tiene caso insistirle, hoy hubo buen botín. Es hora de despedirme.

-Por aquí, vete parando. -el chofer es manso, no habrá problema para irme caminando, pero más vale prevenir- Traes cola, así que te sigues derechito y sin detenerte, eh.

Momento de bajar. Lo mejor es no correr, no parecer sospechoso, aunque la avenida esté casi desierta. Siete teléfonos, y al menos tres de ellos se veían de modelo reciente. Las carteras no creo que traigan mucho, y de dinero sólo vi un billete y un par de monedas, pero ni modo, ya habrá mejor suerte en la próxima. Sólo para estar seguro, un rápido vistazo a mis espaldas, asegurarme que siguieron mis instrucciones... No, no lo hicieron.

¡Carajo, ya se bajaron! Son cuatro, ya me siguen. Cruzo la calle corriendo. nunca fui muy bueno corriendo, pero los rivales no son la gran cosa. el señor es gordo, su versión joven también, el calvo barbón no parece del tipo deportista, y aunque el otro se ve delgado, dudo que me alcance, ya le llevo algo de ventaja. Cruzando la avenida está una colonia de mala fama, lo más seguro es que llegando a ese límite, se resignen y pueda huir más tranquilo... Pero no se detienen, siguen detrás, y el muchacho está cerca de alcanzarme.

Dolor en la cabeza. Dolor en la espalda. ¡El muy desgraciado me está aventando piedras! Intento aguantar, pero sin querer empiezo a ir más lento. No, no puede ser, ¡me alcanzó! Otro dolor, esta vez en mi pierna, porque me ha pateado; luego en brazos y rodillas, he caído; uno más en las costillas, su patada. Pinche chamaco, ya lo había logrado, ¿por qué chingados tenía que venir tras de mí? Como si no fuera suficiente, agarra mi mochila, se la quiere llevar.

-¡No, este es mío! -alcanzo a decir mientras meto la mano en la mochila, buscando mi propio teléfono. Está bien pendejo si cree que me lo va a quitar.

Se llevó mi mochila. Adiós a mi cuchillo, a mi "provisiones" y a mi trabajo de hoy. A ver qué les digo en la casa. Ya mañana será otro día.


Vista 2

A ver si no llego tarde. Se va a enojar el patrón, pero ¿cómo le hago? Con este tránsito no se puede hacer nada, yo quisiera llegar caminando en cinco minutos, pero quién los manda a tener las oficinas hasta allá. Además, uno tiene que lidiar con cada personaje... como este muchacho que se acaba de subir, tiene toda la facha de malandro y... ¡ay Dios, sí es un malandro!

-¡Ahora sí, hijos de la chingada! Rápido, todos los celulares, ¡pero ya! -nos grita, y la verdad es que sí me pone nerviosa. ¿Que tal que trae una pistola? Esta gente está loca y mejor ni provocarlos.

El señor que está entre nosotros es el primero que le da su teléfono. Pobrecito, se le ve la tristeza de entregarlo. A mí también me duele, y eso que no está tan nuevo como el de él, pero mejor que quede en cosas materiales y no termine uno con... ay, mejor ni pensarlo. Con tantas historias que cuentan de los asaltos y lo que una ve en las noticias a cada rato ya es suficiente para andar con miedo y cuidado en esta ciudad. Los otros muchachos del transporte también le dan los celulares, pero el malandro como que no se ve satisfecho. Ah, creo que es por la chica del fondo, que a penas le va a dar su teléfono... aunque el tipo a su izquierda no se ha movido para nada. ¿Vendrá con el malandro? Digo, trae la cara cubierta y no se ve preocupado ni nada. 

Padre nuestro que estás en los cielos... Mejor ni pienso en eso y que todo pase rápido, que se vayan y nos dejen tranquilos, al fin que ya nos arruinaron el día. El muchacho sigue pidiendo los teléfonos, y el tipo de la bufanda sigue sin darle nada. A ver si no por su culpa se pone loco el ratero y nos balean aquí... ay no, mejor ni pensar en eso. Que se vaya tranquilo, ya tiene lo que quería.

-Por aquí, vete parando. Traes cola, así que te sigues derechito y sin detenerte, eh. -le dice al chofer. Creo que eso de "cola" se refiere a que algún coche anda atrás de la combi, para asegurarse de que no se detenga, o eso he escuchado por ahí.

¡Al fin se bajó! A todos nos gana la curiosidad, y miramos por la ventanilla trasera, buscando el coche que nos va a seguir... pero no se ve ninguno, todos pasan de nosotros. Ahora que lo noto, el tipo de la bufanda sigue en su asiento. ¿Nos estará vigilando? No, creo que no venía con el malandro, porque también está buscando por la ventanilla, como todos. 

-No traes a nadie -le dice el señor a mi lado al chofer, mientras abre de nuevo la puerta y se baja, junto a los otros hombres que vienen abordo-.¡Vamos a partirle su madre! ¡Rápido, que se escapa!

Cuatro van tras de él, aunque en realidad el señor no parece que llegue muy lejos, no puede correr mucho. Los otros siguen corriendo pero también se van quedando en el camino, y los demás los miramos desde lejos. El chofer maniobra un poco, intentando acercarse a la ruta que tomaron en la persecución. Uno, dos minutos. Ya vienen de regreso, jadeando por la carrera que acaban de hacer el muchacho de barba y el que parece estudiante. En la mano traen la mochila del ratero, espero que con todas nuestras cosas. 

Se suben a la combi y el chofer arranca. Quienes nos quedamos tenemos la duda de cómo alcanzaron al ratero y cómo recuperaron la mochila. Aún jadeando, el señor nos cuenta que lo siguieron, pero como iba muy rápido, agarraron algunas piedras de la calle y se las aventaron. Le dieron con unas cuantas, y eso fue suficiente para que le dieran alcance y le quitaran la mochila, específicamente el muchacho que parece estudiante, que fue el más rápido de todos. Nos cuentan que alcanzaron a patear al tipo, y que todavía lloriqueaba porque no se llevaran su teléfono. 

El chofer interviene en la plática, nos pide seriedad y honestidad, ya que van a repartir las cosas que trae la mochila. Todos escuchamos atentos y vamos tomando lo que nos pertenece. Los muchachos y el señor siguen emocionados, comienzan a platicar sus anécdotas de otros robos, pero la verdad es que ya no quiero saber nada de eso. Al menos hoy pudimos recuperar nuestras cosas. Ahora sólo espero que el patrón no se enoje porque llego un poco tarde.


Vista 3

Ya uno no puede ver su teléfono a gusto. Me habían dicho que esta zona era peligrosa, pero no creí que me tocara experimentarlo en carne propia, o que reaccionaría como lo hago ahora. Y es que ese grito desconcertaría a cualquiera. El tipo no parece muy fuerte ni muy violento, pero el tono en su voz me hace pensar que es mejor no provocarlo.

¿Quién lo diría? Cuando mis amigos me contaban de sus experiencias con la delincuencia de esta avenida, solía responderles que deberían hacer algo. La mayoría son deportistas, tienen fuerza y habilidad para al menos mantener buena pelea con uno o dos individuos sin mayor problema. Me contaban que algunos llevan armas, y que resulta peligroso aventarse a los golpes así. Yo me reía, lo admito. Pero ya no lo haré. Este tipo no trae armas, y aún así hay algo en él que no me deja moverme o reaccionar como creí que lo haría al encontrarme en una situación así. Tal vez sea la cercanía, sólo nos separa un muchacho que parece dirigirse a su trabajo. El punto es que no me animo a hacer nada, sólo a entregarle mi teléfono, el bueno, porque no me dio tiempo de sacar el chafita. Al final menos lo tengo con bloqueo de código, tendrá que resetearlo de fábrica y se perderá mi información.

Todos le entregaron su teléfono, excepto el tipo de la bufanda. No se ha movido ni ha dicho nada, pero el ratero tampoco parece darle mucha importancia. Supongo que es mejor tener cinco teléfonos seguros que arriesgarse a conseguir seis, o eso me da a entender ahora que le pide al chofer que se detenga, mientras amenaza con que sus compinches nos van a seguir.

Pero es mentira, no tiene compañeros, al menos no en las cercanías. Nos bajamos algunos del transporte, sin perder de vista al ratero, quien ya se dio cuenta que lo seguiremos. Se echa a correr y nosotros vamos tras de él. Obviamente, no todos podrán correr, pero el tipo de barba que estaba a mi lado parece que sí tiene buena condición física. Es el momento del calentamiento antes del partido.

Ambos corremos lo más rápido que nuestras piernas nos permiten, pero creo que el deporte sí me ha dado cierta ventaja en esta ocasión, porque a los pocos metros noto el rezago de mi compañero de trayecto. Ahora sólo yo voy detrás del ladrón, pero ya me lleva suficiente ventaja como para que lo pierda si da vuelta en alguna calle. Peor acabo de ver una opción: al lado de la banqueta por la cual corremos se encuentran algunas piedras pequeñas. Intentando mantener la velocidad, me agacho para recoger algunas, aunque las primeras se escapan entre mis dedos. Tres o cuatro, no necesito más, no alcanzaré a lanzar más. Afino puntería, calculo el ángulo en que debo lanzar, inhalo con dificultad y lanzo con toda la fuerza de mi brazo. Fallé. Segundo lanzamiento, el ratero ya está advertido, así que no debo equivocarme con la siguiente. Y no lo hago.

La piedra golpea su cabeza, él disminuye la velocidad un poco. Tengo que aprovechar, así que lanzo otra piedra, esta vez a su espalda, y el impacto tiene mayor efecto. Sigo corriendo, ya estoy cerca. Es como si persiguiera un balón, apuntando para centrar y que anoten gol, sólo que el balón es un ladrón. Lanzo una patada que en el juego no sería legal, golpeando su pierna. Ha caído, pero la adrenalina sigue en mi, y otra patada llega hasta sus costillas. Ojalá pateara siempre con esta fuerza, seguro que tendría más goles en mi historial. 

Ahora, a lo que vine. Su mochila está en el piso, así que la tomo mientras vocifera algo que no logro entender, mis oídos zumban un poco. Toma uno de los objetos que estaban guardados y se arrastra en dirección contraria a donde estoy. Creo que era su propio teléfono. No importa, ya tengo lo que quería, él y sus cosas no me interesan.


Vista 4

Lo vi cuando se subió. Vi cuando el tipo a su lado se bajó unos segundos después de mirarlo. La verdad, me pareció extraño, pero a la vez lo justifiqué pensando que se habría equivocado de transporte. Ahora que lo analizo, en realidad estaba huyendo de lo que adivinaba inevitable. 

El tipo que se quedó abordo del transporte trae una gorra y una mochila simple roja. Nos exige que le entreguemos los teléfonos de cada uno. Es curioso, siempre me imaginé que tendrían que gritar el clásico "¡Esto es un asalto!", pero él no lo hace, va directo al tema y grita que le entreguemos lo que traemos. Todos le obedecen, algunos más lento que otros, pero comienzan a entregar sus pertenencias. La chica que viaja al lado mío incluso busca entre las bolsas de su mochila, porque no lo tiene a la mano. 

Admito que en un primer momento, tuve el instinto de entregar mi teléfono. En realidad, no habría sido el mío, sino el que me prestan en el trabajo, y mi mano ya estaba por dirigirse al bolsillo de mi abrigo en donde lo guardo. Sin embargo, algo me  hizo detener, creo que es curiosidad. 

Veo a todos los pasajeros entrando sus pertenencias, los veo resignados, impotentes, temerosos. Al asaltante lo veo ansioso, percibo cierta falsedad en su agresividad. Y yo, sin querer me veo. Así siento este momento, como si lo viese en una pantalla, como si no estuviera presente en este vehículo, como si no estuviera en riesgo de perder mis cosas o incluso de ser agredido. 

Fijo mi mirada en el asaltante y sus movimientos. No busco identificarlo, es curiosidad lo que tengo. Cómo se mueve, cómo exige las cosas, la manera en que es capaz de someternos a ocho personas, nueve si contamos al conductor. Nota la mirada por encima de mi bufanda y, curiosamente, evita el contacto visual. Creí que al contrario, me miraría directo a pos ojos y se concentraría en intimidarme, pero no lo hace. Al ver que no sigo sus instrucciones y tampoco me muevo, sólo me ignora y va contra quienes sí lo consideran. Es curioso, casi de risa. 

La joven a mi derecha parece hacer algo parecido a mí. Tal vez nuestra tranquilidad sea porque somos los más distanciados al ladrón, de alguna manera estamos fuera de su alcance. No obstante, ella está buscando algo en las bolsas de su mochila. Saca un teléfono y lo ofrece al intruso del transporte. Él no lo alcanza, se da cuenta casi al mismo instante, así que hace uso de otro de los pasajeros. Y yo sigo como espectador, sonriendo un poco ante lo chusca que me parece la escena. Quién sabe si habría reaccionado con agresividad si viera mi sonrisa, pero no lo sabré gracias a la bufanda que oculta la mitad de mis expresiones. 

Ya tiene todo, así que lanza una última amenaza para cubrir su escape, y entonces sale de la combi. Ahora todos comparten mi rol, se vuelven espectadores de una fuga muy tranquila. Es el señor mayor, el primero que entregó su teléfono al asaltante, quien toma la iniciativa y saca del ensimismamiento a todos. La fuga aún puede ser frustrada, y los más capaces salen inmediatamente tras el ladrón, luego de asegurarse de que no hay cómplices suyos en las inmediaciones. De nuevo, algo me detiene, y sigo sin saber si es miedo por los riesgos, indiferencia porque yo no sufrí pérdida alguna, una mezcla de frío y flojera que me evita moverme, o simple estupefacción por la escena vivida. 

Por la ventanilla de la combi veo parte de la persecución. El conductor maniobra un poco para acercarse, pero la calle no permitirá mucho. No transcurren ni dos minutos y ya puedo vislumbrar al grupo de pasajeros regresar con pasos más tranquilos, jadeantes y sin expresión en sus rostros. Quienes nos quedamos a bordo del vehículo sospechamos que no lograron darle alcance, hasta que vemos en la mano de uno de ellos una mochila que no llevaban al iniciar la pequeña carrera. 

Todos a bordo otra vez. No hay héroes específicos, la adrenalina aún les invade y dificulta sus respiraciones, aunque motiva sus voces, pues todos cuentan sus versiones de lo sucedido. Mientras lo hacen, el contenido de la mochila empieza a regresar a sus dueños originales en un acto de confianza que el conductor invita a respetar. Nadie toma lo que no le pertenece, sería irónico. 

Las historias comienzan a surgir, las experiencias individuales salen a la luz, así como los conocimientos de cada uno respecto a la delincuencia. Nuevos pasajeros suben conforme avanzamos en el trayecto original, pero no preguntan nada. Pos comentarios les hacen imaginar lo sucedido y prefieren evitar el tema. Parecen pensar que hablar de ello sería como un llamado a que suceda de nuevo. 

Yo, sigo en mi papel de espectador. Desde ahí me siento invulnerable, aunque esté tanto o más expuesto que otros, aunque esa pasividad pueda interpretarse como indiferente o desafiante, con empatía o recelo por parte de los demás pasajeros. Así ha transcurrido mi primer atraco. Para bien o para mal. 


Este relato es acerca de un acontecimiento real. Sucedió la mañana del 20 de diciembre de 2017, aproximadamente a las 7:30 horas en la zona de San Andrés, en Tlalnepantla de Baz, Estado de México. No pude escribirlo en aquellos días por cuestiones de tiempo, pero confío en que pueda ser de utilidad para quienes lo lean, en especial aquellas personas que a diario deben lidiar con la posibilidad de la delincuencia en la ciudad (de México).