22 may 2014

Vulnerable

El siguiente relato es real. Sucedió la tarde del 16 de abril de 2014, aproximadamente a las 14 horas en el trayecto de Mundo E a Santa Mónica, en Tlalnepantla de Baz, Estado de México. No fui capaz de escribirlo en aquellos días, pero confío en que pueda ser de utilidad para quienes lo lean, en especial aquellas personas que a diario deben lidiar con la posibilidad de la delincuencia en la ciudad (de México).

 

Mitad del camino y a penas puedo concentrarme en la lectura. Aunque en esta ocasión no hay exceso de ruido por parte del estéreo penosamente modificado del camión y que suelen tener sus bocinas en la parte trasera, donde prefiero sentarme si me es posible, los cláxones en la carretera que recorremos suenan como si de verdad fuesen capaces de mover a los demás automóviles para dejar libre un camino. Mis audífonos y su limitado volumen pueden con trabajo sobreponerse al escándalo externo, pero me mantienen ajeno al entorno.

Al menos eso es lo que creo hasta que levanto un poco la vista hacia el frente del vehículo. Un hombre de estatura y edad medianas aborda, y de inmediato busca asiento. Regreso a mi lectura, adivinando que no le será complicado: a penas somos unos siete pasajeros, la mayoría de los lugares están disponibles. Noto por el rabillo del ojo que él también gusta de tener una perspectiva completa del camión, pues toma asiento casi al lado mío, en la última línea de asientos.

En el asiento de adelante, el señor que dormitaba desde minutos antes despierta mientras que nuestro más reciente compañero de viaje se levanta y abre un poco la ventanilla. No hace demasiado calor, pero la ráfaga de aire no cae mal para despabilarse un poco. A esto se suma la pregunta que me hace respecto a la hora, y que respondo luego de echar un rápido vistazo a mi reloj. Esos son los últimos instantes de cotidianidad en mi viaje.

El hombre a mi lado toca mi hombro, y por instinto volteo a verlo mientras hace una seña obvia: quiere que me quite los audífonos para escucharlo. Mientras mi mano aleja el audífono derecho de mi oído, un pensamiento cruza mi mente, ya demasiado tarde pero con suficiente intensidad para alertarme. Ya valió madre, me dice un susurro en mi cabeza, y el hombre inicia su rutina.

Lo primero que hace es indicarme una zona entre su vientre y su brazo izquierdo; previene también mi reacción y me pide con serenidad pero firmeza que me calme, que no diga nada, rematando con la amenaza de que puede encañonarme. “Tú tranquilo”, me dice mientras observa hacia enfrente, y con discreción lo imito, temiendo que no sea el único involucrado en el asalto. Repite la seña hacia su brazo izquierdo, que ahora ha bajado a la atura de su pantalón, y señala algo en él. Quiere darme a entender que ahí está el arma que usaría para encañonarme, aunque sospecho que pocas deben ser las pistolas que tienen forma de una caja de CD.

Con este descubrimiento, el nerviosismo que me estaba invadiendo se reduce un poco, pero la amenaza sigue latente, y ya que el hombre que está sentado en el asiento de enfrente no muestra intenciones de interrumpirnos en nuestra escena mal actuada, y considerando que mi condición física podría no tener suficientes posibilidades de éxito, le sigo el juego a mi asaltante acatando sus instrucciones. “Sigue leyendo, no te preocupes, no va a pasar nada, tú tranquilo. Pero si dices o haces algo, aquí mismo te suelto unos plomazos”. La frase, aunque ridícula, causa cierto temor en mí, y bajo la mirada hacia mi libro, pero sin leer.

El asaltante continúa mirando con no mucha discreción hacia varias direcciones y dice “Soy de la familia michoacana, esto es nada más rutina, atrás de nosotros vienen dos camionetas de narcos...”, a penas puedo contener la risa con esta frase mientras pienso Acabas de perder toda credibilidad, así que volteo hacia la ventanilla como si quisiera corroborarlo, y él prosigue con “no hagas nada porque se bajan y disparan aquí a todos”. Hago una mueca para retener los últimos esbozos de sonrisa que me quedan y lo miro por primera vez. Un par de costras adornan sus mejillas y manos, su tez morena se ve pálida alrededor de tales cicatrices, un bigote poblado pero mal cuidado se mueve con cada palabra que dice, y su playera con diversas manchas de polvo y líquidos oscuros me hace imaginarlo recién salido de alguna pelea o centro de reclusión. Estas características me ponen en alerta una vez más, pues si bien su voz no suena influenciada por enervantes, es casi seguro que no trato con una persona pacífica.

Comienza a hablar de nuevo, pero no termino de entender lo que dice, sigo nervioso y sólo busco las palabras definitivas de su rutina. No las dice, y contrario a lo que suponía, no pregunta por mi cartera completa, sólo por el dinero que llevo conmigo. “No, pues no traigo nada; de hecho, ahorita voy a una entrevista de trabajo precisamente para ver si consigo algo”, respondo casi sin pensar y procurando proteger el par de billetes que llevo; lo que sí pienso es Bien buena tu excusa, seguro te cree... zoquete. Pero así sucede, me cree, lo noto en su mirada. “No traes nada entonces... déjame ver tu celular”. Nueva alerta, esta vez más severa.

Mi celular no tiene fotografías personales, pero la información que en él guardo me es imprescindible, y a pesar de que una buena parte se puede mantener confidencial con los bloqueos y seguros que uso, e incluso podría recuperar fragmentos de la misma, no deseo dejar mi casi obsoleto dispositivo en manos de un desconocido, y menos de esa manera. Lo miro con dolor y me niego, hago intencionalmente una mueca para indicar que no estoy de acuerdo, pero insiste en que se lo muestre, “Sólo déjame ver qué celular traes”, como si de una inspección se tratara. Inhalo a penas un poco de aire, y con un ademán muestro desde el interior de mi chamarra el teléfono aún conectado a mis audífonos. Él lo mira, sopesa unos instantes sus opciones, y me dice “Te dejo tu memoria y el chip si quieres, quítaselos nada más”. No sé qué pensar en ese instante, o si debo agradecer su benevolencia.

Momento de improvisar, otra vez. Le menciono que no puedo hacer eso, y mientras me mira con duda, recuerdo cuando compré el celular, lo que la vendedora me dijo respecto a los nuevos chips que no se pueden cambiar y demás tecnicismos que no entendí, pero que comienzo a hilar en una nueva frase. Le explico al “familiar michoacano” que mi chip no se puede quitar del celular, y que lo necesito por la entrevista de trabajo a la que voy, porque me van a llamar. De nuevo siento su mirada apaciguada y una mueca de desilusión me indica que hizo efecto mi mentira. Pero aún le quedan un par de opciones.

Ya con menos ganas, mira a todos lados, como si llegara tarde a una cita, y me pregunta una vez más por cuánto dinero llevo conmigo. “Nada, te digo que voy a una entrevista de trabajo, y los últimos diez pesos los gasté en el pasaje, allá voy a ver si me dan algo para regresarme”. Discretamente mira hacia mi pierna derecha y dice “Ahí traes una monedas, se te notan en el pantalón”. Es entonces que confirmo su desesperación por obtener algo, lo que sea: en los bolsillos de mi pantalón no llevo moneda alguna, ningún objeto siquiera. Le demuestro que así es, lo miro una vez más, y sus palabras me dejan sorprendido. Me dice con serenidad y un poco suplicante “¿No traerás aunque sea para un chesco?”. Una nueva sonrisa queda obstruida en mi rostro y le reitero que no, no llevo dinero.

Finalmente, da un nuevo vistazo a su entorno y me ofrece su mano junto con su despedida: “Ni modo, pero para que veas que también somos banda, ahí será para la otra”, y por mera costumbre en una despedida, respondo con un “Si, suerte”. No sé quién queda más desconcertado mientras se baja del camión.

Miro al hombre que está sentado enfrente mío, y aunque estoy seguro de que escuchó toda la conversación, no lo demuestra. Estaba ahí, a menos de treinta centímetros de distancia de un intento de atraco, y no se inmutó en siquiera cambiarse de asiento. Me invade cierto coraje y resentimiento hacia ese otro desconocido, pero al mismo tiempo, tengo la sensación de que no puedo culparlo. No sé si yo hubiese actuado igual o como quisiera, y tampoco espero tener oportunidad de comprobarlo. Además, un par de cuadras más adelante debo bajar, casi llego a mi hogar.

Al bajar de camión, siento alivio. Acabo de confrontar a un asaltante o extorsionador, lo que sea que fuese, y con toda mis pertenencias e ileso usando sólo palabras. ¡Carajo, eso sólo pasa en las películas! ¡Es un motivo para celebrar! Y claro que lo haré, mañana tengo un viaje por realizar, celebraré que he podido superar a la delincuencia.

Sin embargo, apenas cierro a mis espaldas la puerta principal, camino veloz hasta mi habitación y me encierro en ella. Me recuesto en mi cama, miro el techo, y mientras pienso en cancelar mi viaje, tiemblo. ¿Por qué? Fui más inteligente y hábil que un asaltante, no me dejé intimidar con facilidad, pude fingir exceso de penuria y tuve el suficiente ingenio para evitar que me robaran. ¿Por qué entonces, ya lejos de la amenaza, aún me siento TAN vulnerable?

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