1 abr 2013

Cascada

El siguiente texto, aunque suene a cliché y slogan básico de película con mediano presupuesto, está basado en hechos reales en los cuales estuvo involucrado un amigo muy querido. Las sugerencias y hasta las advertencias son ya conocidas respecto al sistema judicial con que contamos en países como México, donde ya no se sabe si hay que cuidarse más de los delincuentes o de la policía, además de que mi opinión al respecto sería bastante parcial, así que espero no disfruten el relato ni tengan la “oportunidad” de recrearlo.

 

La carretera estaba casi desierta a esa hora de la madrugada. Si de él hubiese dependido, seguiría brindando con sus amigos, pero había compromisos por cumplir al día siguiente, y necesitaba descansar unas cuantas horas, de preferencia en su propia cama. No faltaba mucho para que amaneciera, y aunque sobraron las risas y canciones en la fiesta, su cuerpo ya estaba sintiendo las consecuencias de las casi veinticuatro horas que llevaba despierto, jornada laboral y de entretenimiento incluidas. El frío aire que le proporcionaba la velocidad a través de la ventanilla mantenía sus sentidos alerta.

Miro cómo la calle era consumida por la velocidad de su auto, el primero que había conseguido no sólo por su cuenta, sino también de primera mano. Un lujo que desde hacía tiempo creía merecer, pero que circunstancias diversas habían retrasado. Fue mientras recordaba el momento de la compra que vio por el retrovisor una mezcla de luces azules y rojas. “¿Y ahora?”, pensó mientras aminoraba la marcha y dirigía el vehículo a la orilla de la carretera.

Los uniformados no tardaron en alcanzarle e imitar su manera de estacionarse. Notó que eran dos los vehículos policíacos que aguardaban a sus espaldas, y repentinamente el cansancio desapareció. Comenzó a buscar con su mano derecha su teléfono celular, pero un golpecillo en la ventanilla lo interrumpió y se obligó a mirar lo más tranquilo posible al hombre uniformado que se encontraba a su lado. “Seguramente se encontraron y van a cenar todos, por eso son dos patrullas”, se dijo intentando convencerse de que estaba exagerando las cosas.

Poco le faltaba para dejar a un lado sus suposiciones, pero fue entonces que notó la ira en los ojos de aquel uniformado. Un instante que le pareció eterno, pero que fue tiempo suficiente para que otro uniformado forzara la puerta del copiloto. Miró a su izquierda, luego a la derecha de nuevo, y un golpe nubló su vista. El impacto lo hico retroceder un poco en su asiento, y ese impulso fue aprovechado por el invasor del lado izquierdo para jalarlo hacia él y definitivamente removerlo de su lugar como conductor. No supo cómo, pero ese tirón bastó para que quedará afuera del auto, sobre el frío asfalto.

Escuchó gritos, todos en un tono agresivo y encolerizado, pero sin poder distinguir bien las palabras. Por lo menos tres personas estaban a su alrededor, de eso estaba seguro gracias a las patadas que estaba recibiendo. Por instinto, intentó adoptar la posición fetal, pero antes de que pudiera, uno de los puntapiés se coló hasta su vientre y lo dejó sin respirar por unos segundos. Luego de cuarenta eternos segundos, los agresores se detuvieron.

Un par de manos, posiblemente las mismas que lo sacaran de su automóvil, lo jalaron por el cuello de su camisa y e vio obligado a levantarse. Aunque siempre fue delgado, le sorprendió la facilidad con que su cuerpo era llevado por sus atacantes. Entonces comenzó a hablar. Les pidió que tomaran lo que traía, cerca de ochocientos pesos, y que se llevaran el auto, pero que lo dejaran en paz. No pudo saber con certeza si no lo escucharon o si lo ignoraron, pues aún mientras hablaba fue sometido contra la puerta trasera izquierda de su auto, de la cual recibió un fuerte golpe en la frente cuando la abrieron. Acto seguido, lo empujaron al interior del auto, procurando que su cabeza apuntara al suelo.

Cierta esperanza llegó a su nubada y golpeada mente cuando sintió entre sus manos la forma cilíndrica del bate de baseball cuya compra y posterior compañía habían sido sugerencias de uno de sus amigos de la fiesta a la cual había asistido horas antes… pero se esfumó todo atisbo de posibilidades cuando por su cuerpo fue recorriendo el miedo que sólo un arma de fuego apuntando al cráneo puede causar.

De nuevo escucho las voces, esta vez menos fuertes pero con igual furia, que le exigían entregar su cartera. Obedeció, y antes de que terminara de sacarla de su bolsillo trasero, le fue arrebatada. Un silencio frágil reinó por unos instantes, y luego de un severo “Es él”, se cerraron todas las puertas del auto y el sonido del motor le indicó que la madrugada a penas iniciaba…

No supo si se desmayó o durmió, ni cuántas horas habían pasado desde que lo detuvieran, pero el tiempo pareció avanzar incontrolable. Sólo estaba seguro que los policías le quitaron su reloj, le habían vendado los ojos, y cada tanto tiempo le golpeaban las costillas o pisaban el cráneo. Él seguía tumbado entre los asientos, en completa oscuridad, aunque sin la venda sólo hubiera visto los tapetes recién lavados de su auto. El hambre y la sed también parecían estar en su contra, aunque aún comiendo sabía que no se sentiría menos débil en esos momentos. Y más que débil, vulnerable.

Cuando lo sacaron del auto, fue encaminado unos cuantos metros lejos, mientras sentía una brisa seguramente nocturna. “Dios, ¿cuánto tiempo llevo así? ¿por qué no sólo se llevan todo y me dejan en paz? ¿por qué no terminan esto?”. Nadie iba delante de él, pudo escuchar los pasos de dos de los policías a cada lado, y el arma del tercero muy pegada a su espalda. Sintió una pequeña gota deslizarse por su mejilla, pero ni siquiera él supo distinguir si era una lágrima o su sudor. Un golpe debajo de la nuca con la culata de la pistola lo hizo tropezar, y una patada a la parte trasera de sus rodillas le aseguró caer. El polvo llegó hasta su nariz, y sus pensamientos tomaron forma. Ya no estaban en las calles, sino en algún lugar apartado, lo sabía por el viento frío y la terracería que yacía bajo él. A pesar de tenerlos vendados, sintió su vida pasar frente a sus ojos.

Otra vez gritos. Golpes. Escupitajos. Uno de los policías lo tomó por el cabello y lo levantó un poco, sólo para que recibiera un nuevo golpe de bota en la cara. Ya no podía más. Comenzó a gritarles, esta vez sí lo escucharían. Les llamó cobardes, montoneros, incapaces de matarlo. Su ira superaba con creces el miedo que lo había albergado desde que lo secuestraran. Por respuesta a sus reclamos recibió una patada más en el vientre, la cual ahogó la mentada de madre que estaba profiriendo a sus captores. Acto seguido, sintió un objeto metálico pegado a su frente, aunque estaba seguro de qué se trataba. Intentó gritar “Dispara ya, cabrón. ¡Termina con esto y vámonos todos al carajo!”, pero aún no recuperaba suficiente aire para ello.

Ni siquiera fue un minuto el que estuvo arrodillado contra su voluntad y con el cañón de la pistola listo para atravesar su cráneo, pero por segunda vez en el día tuvo oportunidad de ver su vida completa. La húmeda brisa nocturna parecía una helada cascada que llevaba toda su vida corriendo en su caudal, y que terminaba en su nuca, y cuyo frío le recorrió cada centímetro de piel, llegando hasta sus mismos huesos. Estaba seguro que habían llegado sus últimos respiros…

Otro golpe en la nuca, seguramente para dejarlo inconsciente, pero no surtió el efecto deseado. Escuchó a uno de los policías decir “Que te sirva de advertencia, cabrón. Vámonos, ya tenemos lo que queríamos”. Intentó levantar la mirada para saber hacia dónde se dirigían, pero la luz de los faros de su auto lo impidió. Sólo notó como aceleraban mientras el polvo a su alrededor se elevaba formando nubes de confusión.

Se quedó ahí unos minutos, de rodillas, sopesando lo que había sucedido, intentando mantener la cordura y lo poco que le quedaba de calma. Si sus captores eran como creía, no lo habían dejado muy cerca de cualquier tipo de ayuda. Tenía que empezar a caminar, encontrar ayuda. Hasta ese momento notó su camisa, antes blanca, ensangrentada y con algunos jirones colgando. Sus pantalones estaban cubiertos de tierra, lodo y sangre. No recordó estar sobre lodo, pero las manchas cafés indicaban que sí. No tenía zapatos, se los habían quitado junto con su cartera y demás artilugios. Aunque nunca tuvo las manos amarradas, sentía un dolor punzante en las muñecas, tal vez por la ira o porque en ellas mantuvo su peso buena parte del día. Sin embargo, el dolor que más molestia le causaba y también preocupación era el de sus costillas y el de su cráneo. No quería saber más, pero dudaba mucho que el líquido que corría por sus mejillas fuera transparente, y su camisa corroboraba su teoría. Reunió fuerzas, las pocas que le quedaban, y comenzó a andar sobre los rastros de llantas que su automóvil había dejado, como una última ayuda ahora que se separaba de él.

Pero su esperanza quedaría despedazada luego de recuperarla. Después de caminar por un par de horas bajo el frío amanecer, divisó a lo lejos un módulo de policía. Al acercarse tenía dudas de que lo pudieran ayudar, en especial considerando cómo vestían quienes lo habían despojado de sus pertenencias, pero a la vez sabía que no tenía muchas opciones. Uno de los guardias en la entrada del módulo lo vio acercarse, pero ni siquiera pestañeó hasta que se encontró frente a él, seguramente porque lo confundía con algún indigente de la zona. Ni su apariencia demacrada y la sangre cubriendo su camisa parecieron importarle al guardia, así que comenzó a hablar, a pedir que lo ayudaran, que lo habían secuestrado. El vigilante, con gestos de hastío y haciendo ademanes para calmar al ciudadano frente a él, llamó a sus compañeros, tres de ellos. Cuando estuvieron los cuatro uniformados ante su presencia, relató los hechos de las últimas horas, la manera en que lo agredían, lo que le habían quitado, y demás detalles que consideró importantes.

Lo escucharon atentamente durante los 8 minutos que duró su relato resumido, con semblante serio e incuso cierto interés. Al terminar, comenzaron a hacerle preguntas, empezando por su nombre, dónde lo abordaron, qué coche llevaba, cuánto dinero le quitaron, dónde y con quién vivía, si había gente a esas horas en su casa, qué artículos tenía en ella… Las últimas preguntas comenzaron a inquietarlo. Miro con cierto recelo al que parecía ser el jefe, y con un hilo de voz le dijo “¿Eso qué tiene que ver?”. Su pregunta pareció ofender al oficial. Un resoplido seguido de frases despectivas respecto a cómo la gente no permitía ser ayudada lo acompañaron mientras daba media vuelta y volvía a la oficina en la cual lo interrumpieran minutos antes. El primer guardia sólo pudo alzar los hombros e imitar a sus compañeros, que ya se dispersaban por los alrededores del módulo.

No podía ser. Simplemente no podía ser. Quería gritar, insultar, golpear, destrozar, llorar. Pero nada podía hacer, no tenía las fuerzas necesarias para nada de eso. Tragó saliva y el sabor sanguinolento le recordó que el día recién iniciaba, así que comenzó a caminar otra vez, siguiendo la demacrada carretera que unía a aquel módulo con alguna parte de la ciudad. Fuese cual fuese, esperaba encontrar un poco más de ayuda.

 

Tuvo que mentir a sus amigos. De verdad quería salir con ellos, contarles lo sucedido, desahogarse… pero a la vez, no quería mortificarlos con sus desventuras. Además, algo en su interior le hacía sospechar que lo vigilaban desde hace tiempo, muy probablemente desde antes del secuestro, y no quería que lo vieran acompañado de nadie, no de sus seres queridos.

Miró por la ventana de su oficina y sintió el calor solar en sus heridas. A pesar de la severidad del castigo al que fue sometido, se encontraba en condiciones estables, y sólo algunas cicatrices quedarían como recordatorio de lo sucedido, a menos físicamente. No quería pensar en más, ni en los aparentemente interminables trámites de denuncia a los que aún acudía, a pesar de que sabía perfectamente que nada recuperaría. Quería sentir que sus agresores podían ser capturados, de verdad quería creerlo, aunque la justicia que se les aplicara fuera humana, divina, cósmica o algo. Cualquiera sería buena, siempre y cuando se aplicara, o al menos, teniendo la esperanza de que así fuera.

Tal vez, lo mejor sería olvidar todo, desaparecer un tiempo, esta vez intencionalmente, y dejar atrás toda la escoria que se había cruzado en su camino… pero no huiría. No sabía si era orgullo o auténtica fortaleza, pero definitivamente no escaparía. Continuaría viviendo como antes, aunque por unas semanas se aislaría para alejar a cualquiera que lo siguiera vigilando, y si alguna vez volvía a encontrarse con aquellos que lo golpearan, seguramente los saludaría como si no los conociera… o eso quería pensar.