15 jun 2010

La Huída

*El siguiente texto está basado en el fragmento de otro, autoría de alguien aún desconocido para mi. No obstante, me parece justo darle crédito y honor a quien lo merece. Gracias por la inspiración.

Comenzó a correr. A penas tenía la fuerza para mantenerse de pie, pero sus piernas parecían estar poseídas por un demonio, un demonio que buscaba su supervivencia. Por ello fue que le dejó actuar.
Subió las escaleras cuan rápido pudo, pero los últimos dos escalones le hicieron tropezar. Las drogas que le habían suministrado por la mañana entorpecieron sus reflejos haciéndola caer sobre sus rodillas. Las heridas que su captor le dejara como recuerdo desde días anteriores, nuevamente se abrieron. Sintió la humedad de la sangre y la rasposa madera en su piel, mientras que evitaba caer totalmente al  poner sus brazos entre el piso y ella. Su muñeca derecha crujió por tercera vez ese día, pero en esos momentos no sintió dolor, tal vez por la adrenalina, o tal vez por los narcóticos que aún anidaban en su organismo.
Apoyó sus manos en el suelo, recordando cuando corría en la escuela, adoptando la misma posición de salida que le hiciera ganar aquella carrera en quinto grado, y tomó impulso para lanzarse desde la salida del sótano hasta la cocina. Pudo escuchar el gutural lamento del monstruo que yacía semi inconsciente en el fondo del sótano, y la desesperación le apremió a huir de ahí lo antes posible.
Al salir del sótano ignoró el punzante dolor de su mano y la molestia en sus rodillas que comenzaba a crecer, evitó tropezar con la silla que servía de lugar de descanso al monstruo y siguió corriendo a través de la cocina para llegar a la sala. Al entrar en la estadía principal de la casa, se dio cuenta de que estaba cojeando. Su rodilla izquierda continuaba sangrando, pero la adrenalina y el temor ya le habían hecho inmune al dolor, al menos temporalmente. Debía entonces aprovechar esa ventaja.
Buscó con la vista alrededor, esperando encontrar una de las armas que habían empleado para someterla, pero no pudo diferenciarlas entre toda la basura que había en los muebles y el suelo. Se resignó a huir sin una defensa verdadera, dirigiéndose  a la puerta, la salida de aquel infierno, sin notar aún el rastro tenue y rojizo que dejaba con cada paso.
Abrió la puerta, y la oscuridad llenó su visión de inmediato. No sabía dónde estaba, la penumbra evitaba tener cualquier indicio de orientación. Dio un paso adelante, y una sensación fría y rasposa en sus pies le recordó su parcial desnudez. Continuó avanzando, y la brisa nocturna le acarició salvajemente en todo su cuerpo, refrescándola un poco, pero avisándole también que podía ser letal después de estar expuesta cierto tiempo. Debía apresurarse.
Comenzó a caminar, y con cada paso iba incrementando la velocidad. El aire continuaba azotando su ya débil cuerpo, pero las ganas de vivir, esas que casi se habían extinto en días anteriores, regresaron a su mente junto con un halo de energía. apremió aún más su trote, con la esperanza de encontrar una carretera, un camino o mejor aún, algún vecino, un loco que disfrutara viviendo en medio del bosque, igual que el monstruo y sus cómplices que la aprisionaran. Un loco, pero al mismo tiempo, un héroe para esa dama en apuros.
Sus ilusiones comenzaron a materializarse después de varios metros de camino y no pocas punzadas profundas en las plantas de los pies, cortesía de la espesa hierba y ramas caídas de la zona. En la cercanía pudo distinguir una luz, una linterna sin duda. Se movía con habilidad entre la oscuridad, a veces sofocada por los árboles que se ponían en su camino, pero siempre avanzando. Avanzaba en dirección a ella. Quien quiera que fuese aquel portador de luz, ya sabía de su presencia, y seguramente se dirigía a ella para ayudarle. Fue por ello que decidió detener su camino y esperar a que la luz llegara a ella.
Pero no lo hizo. En cuanto detuvo su caminar, sus pies recobraron la sensibilidad, así como su rodilla, su muñeca y todo fragmento de su cuerpo que había soportado el castigo infringido sin fundamento alguno por el monstruo del sótano. El esfuerzo sobrehumano que acababa de realizar comenzó con sus efectos secundarios. Se sintió desfallecer, las piernas le temblaron violentamente haciéndola caer sobre su rodilla derecha, la que estaba en mejores condiciones. Con trabajo pudo sostenerse unos segundos, para luego caer sobre su hombro derecho y quedar recostada entre la hierba y la penumbra. Intentó respirar entre jadeos, pero sus pulmones a penas conseguían captar un poco del aire nocturno que inhalaba. Era tanto su esfuerzo por aspirar un poco de oxígeno, que sus oídos no se percataron de los pasos cercanos. No obstante, fue en una de esas inhalaciones que notó el olor del odio y el temor. El olor del monstruo del sótano.
Cerró los ojos. No deseaba ver más aquella noche. Sólo sintió la fuerza de los mismos toscos brazos que le habían golpeado horas antes, desatar su furia en sus costillas. A pesar del crujido de sus huesos, no gritó. No podía hacerlo, le faltaba aire. Aquel fiero puño descargó su fuerza cuatro veces más, la última en la cabeza. Eso fue lo último que ella sintió aquella noche.
El monstruo levantó a su presa con facilidad y la colocó sobre su hombro izquierdo para transportarla hasta su recinto. Antes de encaminarse, miró hacia la linterna que anteriormente había ofrecido esperanza a aquella mujer. Levantó la mano en señal amistosa, y su gesto fue respondido de la misma manera por el portador de la linterna. Luego, el monstruo señaló uno de los árboles, y el portador de la luz se dirigió de inmediato ahí. Segundos después, el saludo se repitió y ambos dieron media vuelta.
Así, cada uno se dirigió a su zona de seguridad: el monstruo a su sótano con su presa, y el policía a su patrulla con su pago.

Kaiser – Mayo y Junio 2010

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